Mississippi blues
Por Carolina Olguín
Esta mañana, 30 de abril de 2010, el río Mississippi y una gran área de la costa de Luisiana sufren la amenaza de ser envenenados con petróleo crudo. Revisen los periódicos, si gustan. Este Mississippi no es el mismo que había imaginado otear desde una carretera hace años. Ni siquiera sabía si existían tales carreteras. No es el mismo cuerpo zigzagueante en el que navegaban barcos que traían a los recién llegados a su nuevo hogar para nunca volver, en aquella lámina antigua de mi archivo.
Encimada en un mapa, llena de referencias imaginarias y decidida a lo excitante, había yo trazado una ruta hacia Luisiana, Memphis y otros lugares en donde escuchar blues de verdad. Pero antes de ir allá, tuve que hacer una parada en Nashville.
En Nashville ―cuyo apelativo “La ciudad de la música country” puede resultar una broma para los incautos de oído― me quedé varada por varios días bajo la lluvia persistente de marzo de 2009, escuchando violines y banjos por todos lados, como si no tuviera origen ni prisa. Comía galletas con chispas de chocolate en una casa en penumbras, bajo una lámpara de luz tenue amarilla en la mesa del desayunador, mientras fumaba y hablaba con una chica que, en aquel momento y hasta la inmóvil eternidad, era mi hermana. Las gotas homeopáticas se habían quedado junto al fregadero, chorreando su líquido café en una bolsa sellada, y yo olvidaba la prescripción.
Una frente a la otra conversamos largo rato. Sentimientos de plenitud o vacío eran el tema que tratábamos de comunicar a pesar de las barreras del idioma. Plenitud o vacío eran ideas tridimensionales, embonaban en el cuadro de lo que intentábamos tocar; mantenían una relación simbiótica, una invisible frontera en la que nos colocábamos durante largas rachas. Tratábamos de explicar el acto de habitar espacios cubiertos con la pátina de nuestras emanaciones. Hablábamos y devorábamos los cigarros, las galletas.
La segunda bolsa de galletas apareció al día siguiente arrugada a los pies del sofá de la sala, junto al enorme gato gris (porque una chica como ella debe tener un gato gordo y gris); ella había comido hasta la última de mis galletas en un arranque de aquellos que le daban por comer cualquier cosa desesperadamente. Pero qué importaban unos pedazos dulces de harina y falso chocolate si yo podía morar unos días más en su casa de media luz, escuchando su piano, su violín y su voz de motas de algodón de la última pizca del Este, fumándome sus largos y constantes suspiros. Porque, debo decir, esa chica suspiraba todo el tiempo. Sus suspiros decían: ah, dónde me coloco, cuándo fue eso, cuánto me hubiera gustado, qué haré este día, dónde viviré el próximo año.
Un día, mientras me llevaba en su carro, supe cuál era la llaga. Habló de un hombre centroamericano que años atrás la llevó a vivir al Sur y la obligó a perder su primer embarazo. Aquella pequeña muerte era la gran causa de sus pesares. Yo fui la perfecta desconocida inquilina que por un instante escuchó y lo comprendió todo: la portada de su primer disco; los porches cubiertos de enredaderas secas en las casas de Nashville, desde donde pude ver las noches lluviosas en las que nada pasaba más que el romper de las gotas en la calle; la brevedad de los días en que la muchacha iba y venía a su trabajo de medio tiempo en un restaurante, movida por una distracción; la mesa donde se acumulaban sobres y cartas en las que el abuelo le enviaba unos dólares desde West Virginia para recordarle que la amaba.
Al final de nuestro improvisado viaje rumbo a Knoxville, la dulce chica me aventó en la soledad de un aeropuerto; se portó como cualquiera que te hace un favor sin recordar que el día anterior te dio la vida. Abrí los ojos en uno de esos aeropuertos de las pequeñas ciudades de Estados Unidos, que parecen islas en medio de planas carreteras nocturnas.
Las ciudades cercanas al Mississippi se quedaron esperándome. Memphis y el Mississippi escaparon de mi ruta y se diluyeron entre la lluvia y la resignación por el mal servicio de los autobuses estadounidenses; esos camiones en los que sólo los latinos y afroamericanos, inmigrantes y mochileros viajamos para ahorrarnos unos cuantos dólares.
Tal vez porque el petróleo que amenaza el Mississippi es una realidad tan burda y cruel para la vida orgánica de nuestro planeta, debería hoy sentirme avergonzada de pretender contar un ángulo vaporoso de otra realidad al parecer menos real. El color del blues del delta del Mississippi no es azul, sino negro y lleno de matices tornasolados, como imagino que es el petróleo que está penetrando el río en este instante.
33 SIRENAS
Una selección de 33 sirenas, de Rodrigo Guajardo, con nota
Por Carolina Olguín
33 sirenas es un libro lleno de música: el atributo más antiguo de la poesía, tal vez. Su autor, Rodrigo Guajardo, despliega el poema hasta que el solo sonido hable: la realidad se quiebra y recompone en los ritmos que la velocidad de la percepción impone. Esto y las cualidades casi sinestésicas de ese oído suyo, el que elige las palabras y las “no palabras” para hacer esta música, le otorgan a 33 sirenas su personalidad auténtica y hasta cierto punto despreocupada de sentido, mas no carente de éste. Decir cosas con palabras como si sólo de eso se tratara, no es suficiente sin haber escuchado la música, sin haber dejado que ésta encallara en los oídos durante el trayecto para despertarla una vez más en el poema, parece anunciar Guajardo.
Con un abanico amplio de vocablos que han tenido que deshacerse de su envestidura y de su orden habitual para volver a significar, con una puntuación escasa que acelera o lentifica el ritmo según la sucesión o discontinuidad de los versos en la página, la poesía de 33 sirenas canta en clave sobre un campo en el que eros se regocija y acongoja lleno de visiones caleidoscópicas, vueltas sobre sí, desbordantes. Canta así porque es el único modo de decirse una pasión que muta sus formas. Canta porque sin ello no hay poema.
La vida que la poesía ve arde en este libro; un caos enloquecido de belleza hermana un verso con otro de claridad solitaria en medio del poema, como las islas móviles que pueblan este libro. La poesía es vivencia oblicua, decía Lezama, un desvío de la función o su sentido. Las islas de 33 sirenas son también una desviación en el viaje vertiginoso. Es por eso que los poemas de Guajardo son despiadados con el lector, gozan de ser tropel, de sembrar en el terreno no la duda, sino el desconcierto que no atina traducción pero que colma. Ser imago, o sea, sombra o fantasma, tal como el sentido que los griegos atribuyeron a la palabra imagen, descubre una melancolía en este libro, lleno de imágenes hiperreales, abrumadoras en su ser sensorial.
Rodrigo Guajardo nació en Cadereyta, una de las pequeñas ciudades de la periferia del norte de México, pero vive en el ruidoso centro de Monterrey, siempre cazando en su ventana el reflejo de luces de un semáforo que ya cambió. Ahora quiere más el cine que otras artes, estudia filosofía y realiza cortometrajes. A finales de 2014 entregó este su primer libro de poesía, pero no el único ni el más reciente en su quehacer. Sin prisas por publicar, la poesía se escribe por este autor sin otra intención que la más apremiante de todas: ser escrita; luego, se mira a la distancia y se afina con paciencia, todo lo contrario a esa imagen a veces eufórica de velocía que recorre sus poemas.
Presentamos aquí una selección de poemas de este libro, publicado por la editorial Tierra Adentro, y saludamos con alegría su puesta en circulación.
҉
por las manecillas de mi ventana
abrí los pájaros
corría tanto cristal. velocía
҉
la sensación del tropel de pétalos
recapitula un jardín pesado
las flores no soportan al perfume y los animales
fallan en la instantánea su actitud. es incomprensible
que hayan vuelto a morir
los perros muertos y los huesos
caigan en otra parte
҉
Esta es la velocidad
abre el filo dentro el ojo de la daga
cómo mirar por su fulgor cuando arde
su más cerrada línea da la luz herida
cifra en su hendición llena de sangre
el cubo del zarpazo
sitia la casa de la desperdigación
el nombre de la llave está bloqueado
de la lluvia es cayendo hiatos en cantado
gotas dura las sílabas despeñadas en islas
clavos de la altura a venus son
por el mar en vertical la desteñida
playa oreándose como una sola vela que la tarde
o nunca la escalpa y taja de trasluz
una distancia sucedida
entre la raíz y el cielo de agua
un muro que la sombra inclina-
da la desliza hecha fondo
arena son añicos de sol es
mediodía por todos sus rayos
como una lluvia de horizontales en pantalla
corre surcos de cromo clarea en mi frente
vetas áureas es frecuencia
que los clavos granados intermiten
las esporas oblicuas en su dando
el radio la nebulosa de poros en relieve
es un absceso brillado de velocidad y de sonor
esta sangrante electricidad es música plomada
turbulencia como venas destila naves
a zarpar los nudos rasa grave
la gruta del follaje se desprende
hundida al mimetismo exuberante
la duna sonda los acantilados desanda
toda esa piel en aire es
contra tu cuerpo hecha hangar
estás entrando en tu celeridad
ráfagas arrancas de la voz
hoz estos pájaros flamantes.
҉
oh tú zarza el disco que te ciñe
incandescente en la cintura
cercenó aspas de cada cardinal
y brota del viento tu cuerpo y desbrota
su dolor del azar para sol o
poder cantarte una isla
en la no palabra para
cantarte con la boca de uno
brota otra rosa ahíta
para cantarte con la boca
ah con la boca
llena de huesos
҉
la secuencia en que un poema se volvió jirones
lo que tarde
aún encantado los miembros del agua expone
un momento para ver este cometa y otro
cruzar la tarde con la tarde ida
en el día desnuda te abrió los ojos
en la cuenca la flor de piedra rezurcida de meteoro y dentro
la velocidad de trigos de lumbre asombra
pero te abrió los ojos y viste cada gota volver al diamante
como lluvia de frutos en el árbol de nadie
untó en tu boca y se quedó ardiendo
igual el aire en la mitad el medio
del cielo en tránsito creciente
por tantas partes que unirlas no cabe en la música
por eso el tiempo se interrumpe Ilinca canta
y ella emerge henchida copo de un loto múltiple
escucho frote de nubes y al mismo tiempo
el azul rayarse por otro lado más
hermosa la duración tildando las islas de eternidad
agosto pulula ahí combo y abre la boca el mar es una palabra
mejor la que se quiere oída aún a dos labios por reintegrarse al rojo
cerrar el oído dentro de una manzana atónita la pulpa
mientras rosa se pliega estruendoso y el loto ¿vulva? vulva
acantilado renaciendo en la comisura del loto
el ojo rosa y magenta
estruendor: mi hijo es dorado cada vez rearde
el loto sucede sus pilares envueltos y el cielo se percute de loto
en la tarde derrapa fibra de oro rebasa los oídos
en el agua apilada escucho el futuro la des-
olada oruga a todo lo que da de tenido es suficiente
en un sol cada día el cántaro sumo
el futuro canta Ilinca e Ilinca no está ya
no escucho más que una ventana cuya limpidez rendida cristaliza
mi hijo centella dice todo volando es un himno y acontece con frecuencia
ahí mismo se suman las variaciones que el párpado interrumpe
y la densidad del nácar difumina dentro del ojo ardentía
la imagen es armónica sobre todo si la lluvia
hace sol el agua hasta la incandescencia
insiste como quien ante una cámara piensa
cómo luz será en la foto e instante la foto qué presente dio
también estabas allá mañana: día y noche
asiste aquí flor de ráfaga prendido más arriba que
la fronda del sol en ella
te viste fuera de estación: nadie te encontró nunca
tan lejos en ti y sin embargo rotundo
Ilinca
con una huella de tu cabello se escucha toda la canción
Ilinca a la medida de tu cuerpo y el cielo a tu carrera
está impresionado de lotos el ojo que te ve incluso
te mira por un loto ¿serías más clara? la mirada a punto
de ser redonda se satura de gotas en posición de agosto
y un pájaro allá tanto duna sobre la flor de tu cabello que in-
tensa en la tarde la imagen se reduce en incremento del cielo durante
la miel inherente del meteoro.
—–
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El lugar donde el incendio lo ha quemado todo
Por Carolina Olguín
En el Libro de la almohada, el diario personal de la dama japonesa del siglo X Sei Shonagon, se encuentran abundantes imágenes bajo títulos como “cosas que casi nunca ocurren”, “cosas que están cerca aunque estén distantes”, “cosas horrorosas o espantosas”, y así se forma un gran catálogo de objetos cotidianos registrados bajo la mirada poética, delicada y femenina de Shonagon. Entre sus cosas horrorosas se halla consignado: el lugar donde el incendio lo ha quemado todo. Shonagon tenía esa finura, brevedad y precisión para nombrar y categorizar todo a su alrededor. El texto que viene a continuación carece de tales virtudes, más bien se ha gestado a través de una resaca de adversidades que permiten asociar el horror con lo cotidiano, con lo grande y lo pequeño, hoy, en este día cualquiera de la humanidad.
Hay cotidianidades que horrorizan y no son la guerra como nos la contaron, son un revés, una mala jugada, un paso en falso, una indolencia planeada, un descuido que se convirtió en muerte, que echa a perder una o miles de vidas, corrompe a su paso lo que queda, y nadie sabe del saldo a favor, si lo hay. Pero la guerra es insoslayable. Así que, armada de vergüenza, comienzo mi breve catálogo del horror con la guerra.
Oteo el horror
El lugar donde el incendio lo ha quemado todo por los ataques aéreos que desde hace cinco días, desde el lunes 7 de julio de 2014, lleva a cabo el gobierno de Israel en uno más de sus operativos, una más de sus acometidas contra Palestina. Niños y familias enteras cuentan entre los muertos. Para quienes estamos lejos, el horror es saberlos morir, saberlos muertos, inocentes piezas de la estructura de un poder que no sacia. Para quienes están ahí ahora mismo en el centro de la devastación, seguramente el horror es la realidad tal cual, el bombardeo, la amenaza de un bombardeo más, la muerte del hermano, la hija, la madre o el padre; desde hace tiempo ahí se vive el día a día con las migajas de la guerra, la condición de refugiado, el obligado checkpoint militar. El horror: la otra cara de una paz hace tanto tiempo añorada, una paz simple, como cualquier otra, pero no una paz que no exista. Cuánto más ha de resonar tristemente la voz de su poeta nacional Mahmud Darwish entre las ruinas, entre los que quedan, al cantar: “nuestra patria resplandece a lo lejos / e ilumina su entorno… / pero nosotros nos ahogamos sin cesar”.
El lugar donde incendios pequeños, medianos, lo van quemando todo. Quemazones, metáforas de incendios tan abrasivos como los reales. Por ejemplo: el lugar del fraude que consume, la premeditación alevosa que arruina familias. Te vendo una casa, pero en realidad tomo tu dinero a cambio de un suelo enfermo en el que aún viven, mutan, desechos industriales. O bien, te vendo una construcción montada sobre el vacío y hecha para grietas prematuras o, si quiero, la levanto a las faldas de un cerro, lo cerceno ahí justo donde, en temporada de lluvias, baja un río natural que baña tu casa, tus cosas, enloda la inversión, la echa a perder y aquí tienes: la casa perdida, “la casa tomada”, el cerro mutilado, la batalla invisible con el amo constructor que se deslinda, y por si fuera poco, el contrato lo protege a él. Así se crea otra clase de cenizas, y de odio también.
El lugar en tu cerebro donde ciertos químicos lo han quemado todo. Por decir, dos drogas de moda: una barata, de elaboración casera, que te carcome la piel y los órganos, los cubre de llagas que nunca querrías tener y te permite vivir hasta la monstruosidad; la otra droga —con consecuencias entre la realidad y la leyenda urbana— es completamente sintética, de laboratorio, se introduce en el mercado como sales de baño, la encuentras estés bailando en Ibiza o en Miami y, de pronto, te conviertes no en un interesante dandy que vive la vida bohemia, sino en un bulto enloquecido que camina y muerde cualquier cosa a su paso con una fuerza casi sobrehumana. Aunque fuentes como la Energy Control, de la ONG española Asociación Bienestar y Desarrollo, aseguran que no existe relación entre la conducta “caníbal” y el consumo de esta droga, lo cierto es que casos recientes de gente que come gente no están asociados al hambre —como aquella historia que tanto nos horrorizaba a quienes de niños supimos de los sobrevivientes de los Andes. Si lo pensamos bien, una serie televisiva sobre zombies resulta, a estas alturas, un juego de niños.
El lugar donde un niño ha desaparecido y otros han usado su cuerpo para fines sexuales, comerciales o de tráfico de órganos. En el mundo, más de un millón de niños se pierde cada año en camino a la trata, según la UNICEF. Dentro de la gama de trata de personas los horrores tienen regiones y tipos: los niños africanos que desaparecen y caen en manos de tratantes suelen ir destinados a actividades domésticas y comerciales. Las niñas de 13 años provenientes de Asia y Europa del Este, ésas son enviadas como “novias” por pedido. Sobre los miles de pequeños guatemaltecos, bebés, el negocio consiste en darlos en adopción; un destino del que nadie garantiza nada. Y la lista aumenta y tiene sus asegunes de horror a medio documentar, pues es una tarea, dicen los investigadores, muy complicada.
Los horrores modernos, actuales nuestros, comunes y corrientes, lo son en la medida en que se van multiplicando y adueñando de la normalidad como moneda corriente. Ojalá que el horror fuera un simple listado, un tema o un género literario, algo que ver en la pantalla durante el tiempo ocioso, la canción pop más espantosa de toda la radio o una tragicomedia mal hecha. Ojalá que no fuera un lugar donde se contempla la debacle humana.
olguin78@gmail.com
Rompecabezas de Leonard Cohen: luz a través de la grieta
Por Carolina Olguín
There is a crack, a crack in everything
That’s how the light gets in.
“Anthem”, L.C.
La primera pieza de este rompecabezas personal surge con una película, con el soundtrack de esa película; más exacto, con la primera canción de ese disco, la canción de un desconocido cuya voz resonaba desde cierto lugar herrumbroso, oscuro, misterioso y tentador: “Waiting For The Miracle”, el track que iniciaba la música de Natural Born Killers. ¿O qué fue primero: Natural Born Killers o Exótica? En la atmósfera que atrapó mi soledad en la oscuridad de la sala de cine mientras veía Exótica, de Atom Egoyan, está la voz del mismo hombre desconocido cantando “Everybody Knows”: una atmósfera de espejo encantado donde no hay diferencia entre un sonido y una circunstancia. Era la primera función del día, el sol ardiente afuera y yo sola en la sala de cine mientras en la pantalla se desenvolvía la escena en la que una chica vestida de colegiala baila sensualmente “Everybody Knows” frente a un hombre atormentado, en la joya de película que es Exótica. Tanto Natural Born Killers como Exótica son de 1994. En ese tiempo, Leonard Cohen no tenía rostro para mí, lo único era su voz penetrando a través del cine y la fiebre de los soundtracks, por allá en aquel año en que también nos partió a la mitad la banda sonora de Pulp Fiction con su disparo certero a toda una generación. ¡Oh, 1994 y sus remanentes!
Escuchar una misma canción tantas veces, hacerse una idea de quién es el espíritu tras de esa voz grave que lo abraza a uno, o lo burla mientras lo abraza, sentir que la idea se desvanece y volver a despabilarse como saliendo del desvanecimiento. Escuchar otra canción. Captar la sensualidad, la aventura, lo sacro, el peligro, la lujuria y el cansancio, el vigor con un toque de descaro, el Aleluya. No hay orden posible, es un conjunto. Es Leonard Cohen, silencio.
Luego, se abrió un comienzo continuo que llega hasta hoy con I’m Your Man, el primer disco que escuché completo de Leonard: unos sintetizadores ochenteros me causaban cierto desagrado mientras, no obstante, todo en él me hechizaba. ¿Cómo era posible que entre el sonido de los sintetizadores tuviera lugar un cadencioso vals en el que la voz principal es acompañada por dulces coros femeninos? ¿Cómo era posible que, además, ese sonido fuera tan desconcertantemente atractivo? ¿A qué género pertenecía “Take This Waltz” y cómo interpretar su letra, sus imágenes como “take… this waltz / with it’s very own breath of brandy and Death / dragging it’s tail in the sea”? Resultó que este vals era una maravillosa versión que hizo Cohen del poema de Federico García Lorca “Pequeño vals vienés”, de libro Poeta en Nueva York. El original de Lorca dice: …“este vals, / de sí, de muerte y de coñac / que moja su cola en el mar”.
Cuando Camilo, mi sobrino, tenía 2 años y medio de edad y su madre escuchaba en casa las Ten New Songs, de Leonard Cohen, el niño decía que le daba miedo escuchar a ese señor y además preguntaba con su gran inteligencia si el señor cantante estaba triste. A su corta edad, Camilo había pescado una clave de la combinación poderosa en la música de Leonard: miedo y tristeza, o bien, podemos decir, melancolía en lugar de tristeza, o algo más bien como el sentimiento llamado “longing” en inglés: deseo, nostalgia, anhelo… ¿Y miedo por qué? Porque aún sin saber el significado de las letras de sus canciones, con Leonard Cohen se intuye que atrás hay un asunto grave (no sólo es el tono de voz), un asunto perverso tal vez, inquietante sea lo que sea. Es como la risa de Leonard que se escucha macabra en “First We Take Manhattan”. Esos son los registros que van de la luz a la sombra y de regreso en las canciones de Leonard Cohen: de pronto se está muy abajo, en una derrota casi lastimera, pero luego, con otra canción, somos invitados a contemplar el instante precioso en que los rayos de sol entran por la ventana, y después, en otro momento, con un trago de vino y un cigarro ya estamos sin remedio penetrando las oscuridades de la “Boggie Street” (un interesante lugar que funciona como metáfora). Por supuesto que descubrir un velo tras otro en las emociones humanas tiene su lado macabro.
Leonard Cohen ha expresado sus querencias, por ejemplo, la que desde muy joven le tuvo a la poesía de Federico García Lorca (la hija de Leonard se llama Lorca), a la guitarra española que lo ha acompañado por décadas, y ha expresado también su agradecimiento al poeta y maestro sufí Rumi. Es el agradecimiento de un judío a un sufí con unos siete siglos de por medio, un judío canadiense educado en los textos sagrados, un judío que ha bebido del budismo zen y de otros ríos, unos a veces turbios… A Leonard Cohen, como buscador, no le ha importado bajo qué nombre se presente la mística, lo importante es la necesidad. O parafraseando a otra judía, Clarice Lispector: nuestro vacío es nuestra medida. Por ello en sus canciones tenemos el registro de cómo se van colmando los vacíos, de qué se va hallando en esas andanzas. Entonces esos registros incluyen desde la oración más humilde como “If It Be Your Will” hasta la propuesta más tentadora como “I’m Your Man”. En entrevista, Leonard precisa: “A veces, cuando ya no te ves como el héroe de tu propio drama, esperando una victoria tras otra, y entiendes profundamente que esto no es el paraíso, los privilegiados como nosotros abrazamos la noción de que este Valle de Lágrimas se puede perfeccionar, se pueden arreglar cosas. Vi que las cosas son mucho más fáciles cuando ya no esperas ninguna victoria…”.
Leonard publicó varios libros antes de grabar su primer álbum. Ha escrito poesía y novela a lo largo de su carrera, pero es mejor conocido a través de sus discos, como músico y compositor. Tengo la pena de tener uno solo de sus libros, Parásitos del paraíso (Visor, 1982); lamentablemente esta obra llegó al español en una edición que me pareció descuidada (como muchas de la editorial Visor), lo mismo la traducción, es posible que el libro no sea bueno o —si no malo— no es una de las obras mejor logradas de Cohen; la impresión es que son fragmentos tomados de aquí y allá, que forman un conjunto bastante irregular. Sé de buena fuente que su novela Beautiful Losers (título de donde salió ese gran disco de Luca Prodan del mismo nombre) es valiosa; cuenta el propio Leonard con humildad que fue traducida al chino para venderse en aquel país. Habrá que leer Beautiful Losers, pero aún no me acabo los discos; por eso decía que siempre estoy comenzando, apenas avanzo, y retrocedo: cada frase en una canción es un verso que requiere no sólo la atención del oído musical sino la penetración de su sentido. Así, cada vez que lo escucho, encuentro más poesía y una vieja sabiduría en frases como: “There is a crack on everything / that’s how the light gets in” o “But I know what is wrong / and I know what is right. / And I’d die for the truth / in my secret life” o “But there was nothing left between /The Nameless and the Name”…
Una chica hermosa y yo viajábamos en un autobús por la región mixteca de Oaxaca en una noche clara, apenas nos conocíamos, pero ya nos éramos muy familiares. A cada una le tocaba mostrarle a la otra una canción y pasarle los audífonos para que escuchara aquella belleza según cada cual. Así fue como escuché “The Famous Blue Raincoat”, una canción que es una carta que es un poema y que son de las clásicas rolas de Leonard que marcan el momento en que las descubres. Como ésta, hay otras grandes entre los discos de Leonard: mencionaría desordenadamente “Hallelujah” (con todo y la interpretación erizante de Jeff Buckley), “If It Be Your Will” (con Antony Hegarty también), “Dance Me To The End Of Love”, “Suzanne”, “A Thousand Kisses Deep”, “Amen”, “Sisters of Mercy”, y la lista se extendería para que cada quien la complete. La canción que le compartí a la chica a cambio de “The Famous Blue Raincoat” fue una del proyecto de David Sylvian, Nine Horses. Pura luz en medio de la noche.
olguin78@gmail.com
—ediciones anteriores: —
Mientras tanto, una ninfa
Por Carolina Olguín
yo vi tu atroz escama,
Melusina, brillar verdosa al alba,
dormías enroscada entre las sábanas
y al despertar gritaste como un pájaro
Octavio Paz, Piedra de Sol
En una noche de luna llena, un joven estudiante de filosofía es sometido por una bruja que lo monta cual jinete y lo conduce por los aires atravesando bosques y colinas. Durante el viaje, el hombre mira hacia abajo y observa “la hierba totalmente cubierta por una capa de rocío de una maravillosa transparencia, como si la tierra fuera el fondo del mar”. En esa superficie de pronto acuática, el joven ve su reflejo y el de la bruja volando, pero además ve a una bellísima ondina deslizarse, luego a otra y una más, que lo seducen mientras sonríen y cantan… Más tarde, el estudiante logra deshacerse de la bruja y el relato continúa. Se trata de Viy, un cuento de horror escrito por Nikolái Gogol en 1832, cuya historia está inspirada en una vieja leyenda ucraniana, “una maravillosa creación de la fantasía popular”, acotó el propio Gogol. Me llama la atención la presencia de las ondinas en el cuento ruso y las tomo como pretexto para hacer un breve recuento de las ninfas y sus acechos, que últimamente me han hecho guiños.
La ondina es una especie de ninfa o sirena. De entre toda esa gran familia de seres que habitan por las aguas, los bosques y los montes en distintas mitologías, abundan estas bellezas a veces terribles que se muestran ambiguas, aliadas o enemigas: las ninfas. Náyades, nereidas, hadas, sirenas, huríes y toda una extensa variedad de féminas hermosas, sensuales, tentadoras y las más de las veces vírgenes al tiempo que amantes. Ya sea mitad mujer, mitad pez o serpiente, o bien alada, la ninfa parece no descansar dormida en la literatura y se reinventa en la complejidad de su símbolo, en el enigma que acompaña su presencia.
¿Recuerdan la película de O Brother, Where Art Thou?, de los hermanos Coen? Entonces recordarán también la famosa escena en la que los tres fugitivos se encuentran con tres muchachas que se bañan en un río mientras cantan suavemente “Didn’t Leave Nobody but the Baby” hasta que seducen al trío de perplejos convictos… Estas chicas, sin necesidad de tener colas de pescado, pertenecen sin embargo al mismo arquetipo de sirenas que distrajeron con su canto a Ulises en su camino de regreso a Ítaca. Y así las ninfas: ese “concepto vago y complejo”, que significa “joven casadera” —según Ángel Ma. Garibay en su Mitología griega— y que podría provenir desde antes de la división de los pueblos indoeuropeos. Garibay no nos dice cuándo tuvo lugar esta división, pero lingüistas dedicados al estudio del fenómeno indoeuropeo (T.V. Gamkrelidze y V.V. Ivanov) hablan de migraciones de la principal comunidad de la lengua indoeuropea en el tercer milenio antes de Cristo. Si sumamos de atrás para adelante y si los cálculos de los investigadores no son errados, la ninfa ha recorrido los bosques de la historia por más de 5,000 años. ¿En qué radicará la fuerza que la ha traído hasta acá casi intacta a pesar de sus metamorfosis?
El signo de la ninfa suele ser con frecuencia la ambigüedad: “Por esa relación con el elemento acuático, son ambivalentes, y lo mismo pueden presidir los nacimientos y la fertilidad, que la disolución y la muerte”, dice en su Diccionario de símbolos Juan Eduardo Cirlot. Entonces la ambigua ninfa es inocente pero a la vez letal; es virgen pero a la vez amante; es eternamente joven pero al mismo tiempo antigua, milenaria; se muestra y se oculta como en un juego, se halla oscilando entre Eros y Tánatos. Las ninfas, así, podrían convivir con nosotros de muy distintas maneras, pues parecen más bien figuras elementales de la psique humana.
En la psiquiatría, las ninfas devinieron en un trastorno: la ninfomanía, que designaba ya sea una desviación o una adicción sexual, según distintas versiones antiguas del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (II y III); a partir de la cuarta versión de este manual en los años noventa del siglo pasado, este supuesto trastorno dejó de aparecer al menos bajo el nombre de ninfomanía. Sin embargo, actualmente para la Clasificación Internacional de Enfermedades, CIE-10, la ninfomanía sigue vigente y designa un “impulso sexual excesivo” en la mujer, y en el caso del hombre, el mismo impulso se llama satiriasis. El diccionario de la RAE, en sus típicas desactualizaciones, define la ninfomanía como “furor uterino” sin aclarar que este término fue utilizado en la medicina del siglo XIX y que ahora es prácticamente obsoleto, y dice: “Med. Deseo violento e insaciable en la mujer de entregarse a la cópula”. Estoy de acuerdo con el lucidísimo Roberto Calasso cuando en su libro La literatura y los dioses retoma la frase de Jung, “Los dioses se han vuelto enfermedades” (es decir, patologías), para luego lamentarse: “La informe masa psíquica es el lugar en el que han acabado por recogerse todos los dioses, como prófugos del tiempo”. Así que cuidado: la “ninfómana” podría toparse con algún “sátiro” (que sufre de satiriasis), y todo por culpa de aquellos antiguos seres traviesos que en los bosques mitológicos perseguían a las caprichosas ninfas junto con el dios Pan o Dionisios. Por suerte que “ninfomanía” y “satiriasis” son términos que han caído en desuso y la psiquiatría optó por otros nombres, aunque por otro lado es cierto que en la voz popular se sigue escuchando de vez en cuando la palabra ninfómana para referirse a una mujer “puta”; curioso que el pueblo no conservara el vocablo “sátiro” para el caso masculino…
En 1955, Vladimir Nabokov nos introduce a su ninfa preferida, la protagonista de su novela Lolita, de esta manera: “Hay muchachas, entre los nueve y los catorce años de edad, que revelan su verdadera naturaleza, que no es la humana, sino la de las ninfas (es decir, demoníaca), a ciertos fascinados peregrinos, los cuales, muy a menudo, son mucho mayores que ellas (hasta el punto de doblar, triplicar o incluso cuadruplicar su edad). Propongo designar a estas criaturas escogidas con el nombre de nínfulas”. Está claro el juego que establece Nabokov al decir que la naturaleza de estas niñas es maligna, pues su Lolita se convertirá en su principal fuente de placer y tormento al mismo tiempo. Esta Lolita es la ninfa moderna, en plena ciudad o en viaje por carretera, descarada y un poco descuidada; es una forma del deseo y la posesión, de lo vital prohibido, pero ojo, hay más lecturas posibles: Lolita también puede ser un pretexto literario…
Por ahí rondan otras lolitas en la literatura. Yo he encontrado algunas en novelas japonesas, como en Lo bello y lo triste o en Hotel Iris, por ejemplo. Pero regresemos a las ninfas, a su presencia insistente y mágica, como la magia que poseen sus primas las hadas en los cuentos clásicos infantiles, que tienen su origen por supuesto en la tradición oral. Las hadas son personajes que por lo general entran a escena para orientar al héroe o la heroína que se halla en un problema, tienen el poder de la transformación; son parte de un imaginario sumamente simbólico que marca la edad infantil. Calasso dice que las ninfas han sido por siglos una cuadrilla fiel que acompañaba la “metamorfosis de los estilos”, que “no eran un mero pretexto erótico”, sino heraldos de una forma de la consciencia cuyas aguas son en realidad las aguas mentales. Y aquí Calasso toca un punto profundo que para mí abre la puerta hacia otras consideraciones, otras reflexiones que empiezo a atisbar, por ejemplo, sobre la poesía y la imagen. Mientras tanto, una ninfa se despereza por ahí.
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Rumi, el poeta danzante
Por Carolina Olguín
Poesía es algo que se nos hace a nosotros,
no sólo que se nos dice.
Terry Eagleton
Este lugar es un sueño,
Sólo quien duerme lo considera real.
Un hombre duerme en el pueblo donde siempre ha vivido
y sueña que vive en otro pueblo.
En su sueño no recuerda el lugar donde duerme ni su cama.
Cree en la realidad del pueblo soñado.
Poesía como un modo de vida, un modo de ser. Poesía y danza como un modo de autoconocimiento, de práctica espiritual esencial a la búsqueda del Otro, del Uno, de Dios. Un modo ritual de júbilo y de profundidad meditativa. Qué lejanas pueden sonar esas motivaciones para un ciudadano de este mundo, este momento. ¿No es cierto que algunos se reirían o encontrarían ridículo exaltar el éxtasis de estar embriagado de Él? Sin embargo, nada más natural para Rumi, el gran maestro Jalāl ad-Dīn Muhammad Rūmī, el antiguo poeta sufí que hizo escuela en el siglo XIII, dejó una enseñanza espiritual que sobrevive y una poesía que es posible que se mantenga intacta en algún punto y al mismo tiempo abierta, evasiva, llena de posibilidades de acercamiento, difícilmente de apropiación.
Rumi es un poeta esencial de la tradición sufí y de la poesía mística de Oriente y Occidente. Nació en Jorasán, tierras del Imperio Persa, en el año 1207, pero se estableció en Konya, Turquía. El sufismo es la tradición mística del islamismo; entre los siglos VII y XVIII se expandió por África, Medio Oriente, India, España, Europa del Este y otros lugares. A diferencia del islamismo, el sufismo se ha desarrollado fuera de la ortodoxia pues no es una religión sino una práctica, un camino, un modo de vida bajo las premisas generales y la fe del Islam. Aún existen órdenes sufíes en el mundo, pero por lo general han estado alejadas de la popularidad de que gozan los grupos religiosos comunes, y no podría saber hasta qué punto son fieles a las prácticas originales del sufismo. Los miembros de las órdenes sufíes antiguas se conocían como derviches, una especie de monjes errantes, vagabundos que vestían de lana y, más tarde, con Rumi y su orden Mevlevi, los derviches fueron conocidos por sus danzas a manera de meditación; eso era el samâ, un ritual que incluía música y danza emulando el movimiento de los planetas, una visión del macrocosmos reflejado en el microcosmos con la que buscaban el retorno a la fuente, la unión con Dios. He sabido que en Turquía hay espectáculos de derviches giróvagos para los turistas; seguramente han perdido algo del sentido auténtico del samâ.
Existe una distancia insalvable entre nosotros y la poesía mística de Oriente más conocida. Y el hecho de decir Oriente nos mete de antemano en grandes dilemas. Ya Edward Said en su libro Orientalismo se encargó de poner un poco de orden a ese vicio de poner en el mismo costal todo lo que vive en la otra mitad del mundo, ese prejuicio y salida común que reúne —sino es que confunde— a los chinos con los indios, árabes y muchos otros calificativos y gentilicios. Al decir “nosotros” me refiero a una noción general como lectores del siglo XXI, occidentales, habituados a delimitaciones conceptuales y al mismo tiempo sumergidos en el caos de la información global, además de orgullosamente asépticos en nuestras perspectivas intelectuales, la mayoría.
A menudo me visita un pensamiento: tener algunos libros de poetas como Omar Jayyam o Rumi en casa nunca será suficiente para conocer la real naturaleza de una poesía que, en tiempo y lugar, no tiene ninguna relación con mi circunstancia, aunado a la diferencia en las tradiciones que nos separa. Hay, sin embargo, una cualidad que traspasa los velos incontables que cubren esa poesía, que la hace mantenerse de algún modo distante, como una invitación permanente a lo desconocido. De la tradición islámica de los árabes que habitaron España por casi ocho siglos hasta nosotros, algunos vasos comunicantes deben seguir activos en distintos aspectos, no sólo en la indiscutible herencia que dejaron en el castellano y que alcanza nuestro español.
Los antiguos poetas persas han sido para mí de esos imanes que uno reconoce y con los que uno convive. Sin embargo, cada vez que indago un poco más, aparece siempre la misma turbiedad: cánones y líos suscitados por las traducciones y versiones desde el farsi o persa (lengua en que escribieron poetas como Rumi, Hafiz y Omar Jayyam), o bien, versiones indirectas desde el inglés o francés, cuantiosos versos apócrifos a su alrededor, la desaparición de muchos documentos originales, la oralidad de la que se desprendieron los versos hasta la pluma del escriba, la influencia e identificación de los temas y recursos típicos de la época, la lejana noción de autor en la tradición oral de las culturas antiguas, leyendas y mitos alrededor de la vida de los poetas, su orientación filosófica y religiosa, pugnas de los académicos orientalistas modernos; en fin: un mundo aparte. Por eso, he optado por disfrutar la aventura que significa conocer una nueva edición, traducción o versión de esta poesía, con la consigna de que he de encontrar algún eco que permanezca resonando a pesar de las manos y las lenguas por donde haya pasado.
Múltiples son los roles que la poesía ha jugado a través de los tiempos y lugares, pero su naturaleza musical, de canto, es inherente a ella y, más que un rol, se trata de un aspecto inseparable al de su sentido. Nada puedo saber del sonido de los versos de Rumi en farsi, pero puedo rescatar la belleza de las imágenes con las que engarza una plegaria (y una plegaria, como una oración, ha de tener al menos un ritmo), una alabanza, una confesión, un asombro, fruto de los reveses que sufre la razón ante la embestida de la visión mística:
He vivido en los bordes de la locura,
queriendo saber las razones,
llamando a la puerta. Se abre.
Estuve tocando desde adentro.
En la poesía mística, Dios y el Bienamado encarnan la posibilidad de la imagen, la contemplación de esa imagen como vía de acceso a lo divino. “Imagen” viene del latín imago, que significa sombra, aparición de un muerto, fantasma, eco. Entonces el lenguaje se nos presenta como remanente de la experiencia espiritual
a partir de la cual los poetas evocan pasajes que por lo regular rozan con la irracionalidad, refieren a una sacudida de los sentidos y renovación de los conceptos, a una inversión de valores, una reconciliación de contrarios, a plenitudes que se asemejan al vacío, vacíos que se convierten en espacios llenos de sentido. El cuerpo y la voz que sale del cuerpo se convierten en instrumentos que son tocados para que hable esa presencia que —se nos dice— ha revelado una verdad cercana a lo inefable. De ahí que la poesía, la música, la danza se ofrezcan como medios y fines en sí mismos, espacios pluridimensionales y abiertos donde bien caben esta experiencia arrobadora y todos sus sinsentidos.
No quiero saber nada de este mundo ni del otro
mas no les doy la espalda
Incontables maravillas
llenan mi propio corazón
Al contemplar esa visión,
¿qué locura me impide
volverme completamente loco?
Hablaba, al principio de este texto, de la distancia que nos separa de las motivaciones de esta poesía, más allá de los problemas de su traductibilidad hasta nosotros. Sin embargo, Rumi parece ser de esos poetas que se cuelan en el tiempo y despiertan interés incluso fuera de las latitudes donde es bien conocido por su herencia como maestro espiritual —en la actual Turquía y otros países de Medio Oriente. Me parece que la actualización que hacemos de la poesía de Rumi, como de otros poetas místicos, es posible gracias no a su sentido de lo divino en tanto que una cuestión de fe o creencia, sino a la delicadeza y sencillez con que se muestra lo humano postrado ante una presencia que lo rebasa. Ese rebasamiento —parecen decirnos— proviene de una fuerza que descoloca, conduce a los intersticios, tránsitos entre la plena lucidez y la locura, la visión y la invisibilidad, el misterio y la revelación, sitios para los que se requiere un lenguaje especial que los inaugure, un nuevo modo de nombrar lo inédito.
El deseo encontrará un intersticio
Mantente vacío
en el intersticio donde el no lugar
se embriaga con el Lugar.
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1 El filósofo Martin Buber señala en Yo y tú que no se trata tanto de una “experiencia” que suceda cuando se está en estado receptivo, sino más bien de “algo” que “ocurre al hombre”, es decir, un hecho.
2 Excepto estos versos, que tomé de la versión de Alfonso Colodrón, Rumi, en brazos del amado, publicado por Edaf, el resto de los fragmentos citados han sido tomados de la versión de Elisa Ramírez Castañeda, La sed de los peces (Conaculta), ambas antologías de poesía de Rumi.
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La dulce vacilación de Nick Cave
Por Carolina Olguín
Para Yasmín Santiago
Fue a finales de los noventa, cuando vi la película The Wings of Desire, de Wim Wenders, que supe de Nick Cave and the Bad Seeds. La belleza apabullante de esta película de 1987, su atmósfera gris, la biblioteca de Berlín visitada por los ángeles, cierta frialdad entrañable, la poesía, la filosofía y la música que se concentran en la cinta me invitaron a seguir conociendo la filmografía de Wenders, que por cierto no termina de sorprenderme, especialmente con su última producción, Pina. En una escena de The Wings of Desire, un ángel caído visita un bar underground donde está tocando una banda: Nick Cave and the Bad Seeds. Pero Wim Wenders merece su propio espacio y ahora toca el turno al señor Cave y su música de bellezas propias.
De aquella breve actuación de Nick Cave en esa cinta a la fecha han pasado 26 años, y este rockero australiano sigue igual de lánguido, con la misma voz tan sólo matizada por los años y haciendo una música que no desmerece en lo absoluto al pasar el tiempo, sino que más bien parece asentarse cada vez mejor en el sitio que quién sabe si Cave estuvo buscando o no, pero que es su sitio personalísimo. Lo pude comprobar en el concierto que ofreció en la Ciudad de México, en un buen lugar llamado Plaza Condesa, a mediados de febrero de este 2013. Nick Cave y su banda hacen esa música que uno empieza a respetar y a seguir con los años; ya no se trata de moda juvenil, tampoco se trata de tal o cual género, mucho menos de éxitos de una época, es sólo su música que tiene un sello característico aun cuando va cambiando, moviéndose entre la estridencia que a veces lo impulsa y la más suave balada que lo somete.
Cuando escuché por primera vez con atención un disco de Nick Cave fue la sorpresa: no tenía mucha relación con aquella interpretación que tuvo con su banda en la película de Wenders. La primera impresión con este disco, No More Shall We Part (2001), era que el señor Cave ya no era ni tan provocadoramente oscuro ni tan decididamente rockero, entendiendo esto como esa sensación que algunas veces provoca el rock, cuando parece haber algo hasta el tope, saturado, ya sea en el sonido, en las emociones o los discursos, o en la conjunción de esos y más elementos; aquello a lo que todos nos hemos acercado al menos de manera intuitiva. Pero me equivocaba, No More Shall We Part era un disco sí, oscuro, pero no necesitaba cumplir con esa categoría de rock ni con esa facha algo punk para ser una producción exquisita, llena de momentos “saturados”, como yo les llamo, pero más cercanos a la condición quebrada, vacilante, que otorgan los embates de lo ancho y lo terrible, la ternura y la locura mezcladas en dosis distinguibles en cada canción. Poesía, pensé al escucharlo. Y que no se entienda por poesía cosas lindas y románticas de los mil lugares comunes. No. Se trataba de dulces sonidos de piano, guitarras, violín, chelo, suaves coros femeninos y unas letras que contaban largas historias, enigmas y asuntos delicados en los que Dios, el amor, muertos bajo la nieve y peligro se fundían en un estilo, en una fina y a veces temible atmósfera. Su brutal “Hallelujah” contiene muchas de las particularidades de las que hablo:
On the first day of May I took to the road
I’d been staring out the window most of the morning
I’d watched the rain claw at the glass
And a vicious wind blew hard and fast
I should have taken it as a warning
As a warning
As a warning
As a warning
I’d given my nurse the weekend off
My meals were ill prepared
My typewriter had turned mute as a tomb
And my piano crouched in the corner of my room
With all its teeth bared
All its teeth bared
All its teeth bared
All its teeth bared.
Hallelujah Hallelujah
Hallelujah Hallelujah
I left my house without my coat
Something my nurse would not have allowed
And I took the small roads out of town
And I passed a cow and the cow was brown
And my pyjamas clung to me like a shroud
Like a shroud
Like a shroud
Like a shroud
There rose before me a little house
With all hope and dreams kept within
A woman’s voice close to my ear
Said, “Why don’t you come in here?”
“You looked soaked to the skin”
Soaked to the skin
Soaked to the skin
Soaked to the skin
Hallelujah Hallelujah
Hallelujah Hallelujah
I turned to the woman and the woman was young
I extended a hearty salutation
But I knew if my nurse had been here
She would never in a thousand years
Permit me to accept that invitation
Invitation
That invitation
That invitation
Now, you might think it wise to risk it all
Throw caution to the reckless wind
But with her hot cocoa and her medication
My nurse had been my one salvation
So I turned back home
I turned back home I turned back home
Singing my song
Hallelujah
The tears are welling in my eyes again
Hallelujah
I need twenty big buckets to catch them in
Hallelujah
And twenty pretty girls to carry
them down
Hallelujah
And twenty deep holes to bury them in
Hallelujah
The tears are welling in my eyes again
Hallelujah
I need twenty big buckets to catch them in
Hallelujah
And twenty pretty girls to carry them down
Hallelujah
And twenty deep holes to bury them in
Entonces empezó mi camino, muchas veces hacia el pasado, en la música de Nick Cave. No More Shall We Part tenía detrás en la lista cronológica otro disco clásico y uno de los más bellos, en mi opinión, de toda la discografía de Cave: The Boatman’s Call, de 1997. “People ain’t no good” es una pieza clave y una de esas infaltables en sus últimos discos, de esas que tienen los atributos de un himno o una canción de cuna: hay una suave cadencia creada por los instrumentos y la voz que podría tratarse de una sentida alabanza pero sosegada, con un coro repetitivo y contagioso que alude a una cierta verdad solemne que a la vez nos conforta. Pero su letra está diciendo cosas terribles: la gente simplemente no es buena…
[…]
It ain’t that in their hearts they’re bad
They can comfort you, some even try
They nurse you when you’re I’ll of health
They bury you when you go and die
It ain’t that in their hearts they’re bad
They’d stick by you if they could
But that’s just bullshit
People just ain’t no good…
“People ain’t no good” es apenas un bocado para tomarle sabor a este disco. Mas no todo es triste en la música de Nick Cave; él es un músico y compositor poeta con un amplio espectro de registros que van de lo sensual, lo perverso, lo devastador, lo agudo, lo dulce e incluso la mirada crítica ante lo social y las relaciones personales. Los Bad Seeds saben de qué se trata lo que ellos tocan, lo saben porque al verlos en vivo de inmediato se siente el acoplamiento que tienen con su líder, han hecho un montón de discos que dan con el clavo de una atmósfera, un sentimiento, un sentido del humor a través de la música.
El concierto en la Ciudad de México fue modelo y para mí inolvidable. El sonido era limpio, impecable; la fidelidad de la voz de Nick Cave y el estilo de la banda son indiscutibles. Incluyeron canciones clásicas de varios de sus discos como “Into my arms”, “Red right hand”, “God is in the house”; pero en una hora y media no podrían haber abarcado otros temas importantes de sus más de diez discos, y obviamente le dieron prioridad a la promoción del recién lanzado Push the Sky Away. “Stageer Lee” (una de las mejores canciones de su disco Murder Ballads) fue la gran interpretación de la noche, arrastró a lo divertidamente cabrón e irónico y fue cuando el público mostró mayor excitación. Con el magnetismo que tiene Nick Cave en escena, sus movimientos semidelirantes y su “Higgs Boson blues” del último disco de la banda, la temperatura definitivamente subió; ese larguísimo blues que, más que afirmarlo, sugiere el placentero peligro del deseo, es de lo más jugoso de esta reciente producción y fue de lo mejor del concierto también.
Nick Cave tiene 56 años y no sé si está en su mejor momento, pero no cabe duda de que tiene la capacidad y el encanto suficientes para hacer buenas canciones, dar buenos conciertos y despertar lo que está contenido, punzadas de zonas dormidas, ya sea de la conciencia o del cuerpo, o podría decir, de la conciencia del cuerpo en sus des-velos. De sus facetas como guionista de cine y escritor no puedo hablar ahora, pero me queda claro que es en la música donde él no ha dejado de reafirmarse y dar ejemplo de lo que es en realidad un músico y compositor completo a quien ni las modas ni la edad le pueden decir qué debe o no debe hacer.
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Poesía en voz alta en Monterrey
Por: Carolina Olguin García.
En México vivimos la “guerra del narco”, la estrategia militar que el presidente Calderón eligió para enfrentar el narcotráfico y en la que, se calcula, para finales de 2011 ya sumaba 4 mil niños muertos, casi 2 mil huérfanos y otros menos reclutados por las organizaciones delincuenciales, tan sólo por hablar de víctimas inocentes. En Monterrey, donde vivo, al norte de México, hay un ambiente de temor, frustración y decadencia social. Es verdad que uno continúa haciendo su vida, pero también es verdad que hemos dejado de hacer algunas cosas. Incontables espacios de recreación y cultura han sido cerrados, ya no es impensable salir a la calle y verse en medio de una balacera, y andamos por las avenidas con los militares a un lado. Muchos cafés, bares y restaurantes han ido cediendo a la corrupción, al miedo o el acoso criminal, pero principalmente han cedido por la total desprotección de las autoridades. El caso del Barrio Antiguo es evidente: los que vivimos en el centro de la ciudad vemos el abandono que desde hace años ha devorado el brillo de aquel antes concurrido lugar. Las plazas públicas no son seguras, sobre todo después de que oscurece, el alumbrado es deficiente y los robos se multiplican en casas y calles. No todo esto es homogéneo en Monterrey y existen lugares que aún escapan a este panorama, pero son los menos.
En la lógica inversa del letargo, el silencio y el miedo, algunas personas poco a poco empiezan a organizarse y a crear sus propias alternativas para expresarse y convivir, sin esperar que alguien más venga a ofrecérselas, a vendérselas. Es claro que aunque la ciudad se distinga por su empuje industrial y existan lugares “seguros”, como los centros comerciales o los bares de San Pedro, muchos no consideramos esas opciones para nosotros: queremos algo más vivo, buscamos otrarealidad menos cerrada, más auténtica, fuera del consumo obligado y de la mente de negocios y el dinero. Insistimos sobre esta idea, queremos espacios y no ser engullidos por la situación. En este contexto es donde se da el fenómeno: ciertos acontecimientos gratos surgen fuera de la oficialidad de la cultura y el arte y las academias, emergen impregnados de un espíritu más colectivo y desinteresado, y permiten vivir la libertad expresiva de otros modos. Un ejemplo de ello es el colectivo La Poesía, que derivó de otro llamado Poesía En Vivo; éste a su vez nació en 2008 por el deseo común de un grupo de amigos por compartir la poesía con otros fuera de los marcos institucionales; estos amigos, poetas algunos y otros amantes lectores de poesía y gente de teatro, entre ellos Jorge Saucedo, Rodrigo Guajardo, Marlene Danlhi, Thierry Thurmel y Édgar Favela, esencialmente, han estado de alguna manera presentes en la realización de ciclos de lectura de poesía de todos los tiempos y lugares. Cada año, un ciclo; cada ciclo, alguna particularidad: poemas de largo aliento, lecturas bilingües, poemas cortos, ciclos dedicados a un poeta, clausuras con músicos invitados o performances, y así. Una vez propuesto el ciclo, en la selección de los poemas prima la preferencia del lector; el lector puede ser quien se comprometa a preparar su lectura, sin más credenciales que la convicción de compartir en voz alta la poesía escrita. El colectivo plantea pocos lineamientos, pero se procura respetarlos, darle dignidad a los eventos y que se conviertan entonces en acontecimientos que recuerden la posibilidad de reunir a los individuos en torno a la palabra y hacer menos hondos los abismos que nos separan, extender lazos a través de la poesía, encontrarnos. Los lugares de las lecturas varían cada año, pues nunca se sabe quién estará dispuesto a prestar su patio, sus mesas, sus bancas, para que la congregación suceda, al menos la de algunas decenas de personas arrojadas de la boca voraz de los más o menos cinco millones de individuos que pueblan esta urbe de acero.
Para el ciclo en curso este 2012, el espacio lo presta un conjunto de tres asociaciones civiles: Procuración de Justicia Étnica, Enlace Potosino y Alianza Cívica de Monterrey (una muestra loable del trabajo centrado en la ciudadanía y los derechos de la población indígena). El diseño de la publicidad de los eventos, los permisos, el micrófono, la limpieza del lugar, es decir, casi todo, la organización en general, actualmente la realiza Rodrigo Guajardo y algunos amigos lo apoyan.
La intención del colectivo La Poesía (que por cierto no es un colectivo netamente estable en cuanto a sus miembros) obedece a la necesidad de la palabra compartida; más que seriedad es compromiso humilde con la poesía, con la dimensión no utilitarista que ésta tiene. “La casa del ser es el lenguaje”, dice Heidegger, y agrega que si el lenguaje está “en la recámara de las manipulaciones”, en el olvido de nosotros mismos, entonces no estamos en nuestra casa. Lo que se desea destacar en estos eventos no es la trayectoria de nadie, no hay nada que destacar excepto la propia poesía. Despertar empatía en el otro, crear un lugar cálido alrededor de la imagen poética y su música, y recordar que estos actos simbólicos nos salvan de la cosificación y la competitividad de este sistema. El desempleo, la inseguridad, la violencia, la enajenación de las conciencias por la televisión convertida en un circo de terror y estupidez en la programación local, el vacío volcado en el consumo y la inmediatez, parecen provocar un choque, un impacto que algunos seres sólo pueden asimilar creativamente. He estado reflexionando en esta consecuencia de causas ingratas. De pronto, en la ciudad se escuchan proyectos, ideas, trabajos y se ven muestras de que no todo es letargo, ni la desilusión impide hacer poemas, dibujar seres extraños en las bardas, tomar la cámara para retratar a esos seres extraños, preguntarse quién es el artista anónimo, hacer cómics porque sólo el humor salva la tristeza, grabar discos caseros y compartirlos en la red, hacer pequeños trueques…
La memoria de este momento en Monterrey se está construyendo, es la memoria colectiva que se cuela por aquí y por allá, es el registro del momento interior confundido a veces con el exterior, memoria que habla a través de los creadores y de los hambrientos de espíritu que se congregan a escuchar las voces de otros. La fachada de esta urbe dice cosas sobre lo que oculta, es también la fachada de este mundo hoy y aquí, en pleno 2012, vivo aún. Por eso, enhorabuena por La Poesía y su trabajo independiente de difusión, por la inclusión que se observa donde cabe el intercambio entre fotógrafos, periodistas, escritores, burócratas, emigrados y demás; gracias por las ocho lecturas del ciclo de este año, donde se está escuchando a Ferrera Gullar, Jacques Prévert, Cabral de Melo Neto, Antonio Gamoneda, Eliseo Diego, William Carlos Williams, Allen Ginsberg, Geo Bogza y Tomás Segovia. Este último poeta exiliado dejó unos versos que hablan de la búsqueda incesante, la misma que, en el fondo, es el tema de este texto:
No hay dónde desterrarse del exilio
salir de la exclusión alcanzar el comienzo
iré una y otra vez a buscarte en la noche
y cada vez te volveré a perder en el umbral del alba
(De Anagnórisis, Tomás Segovia)
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Carolina Olguín García
Nació en 1978, en Monterrey, N.L, México. Escribe poesía, edita libros y textos para revistas de manera independiente, coordina círculos de lectura, es profesora de español para extranjeros en Grow in Spanish, su negocio propio, e imparte cursos de redacción. Estudió Letras Españolas y Educación en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Colabora con el colectivo La Poesía en la difusión de poesía.
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