Dejad que las moscas se acerquen a mí

 

Portada libro de octavio

 

“Borracha de plegarias o de aguardiente, la multitud

abusó de la vida, quiso exprimirla como si fuese un limón,

pero una ráfaga de cansancio apagó, para siempre, esa

llamarada de piedad y de vicio”.

Oliverio Girondo

 

Dejad que las moscas se acerquen a mí, las larvas, las olas, los versos… Unade las cosas más profundamente impresionantes de la poesía es que, como expresión y reflexión del mundo en el que vive el poeta, contiene en un equilibrio inmarcesible la misma cantidad de luces que de sombras, de tonos dulces que de amargos arrebatos, de súplica piadosa que de mandato imposible de negar. Ante lo imperativo nos rendimos, si la demanda contiene razón y corazón en la justa medida. La labor del poeta no es la de sólo enunciar y describir las cosas y los nombres adentrándose a profundidades para otros inaccesibles, sino también la de desafiar, en un nado de salmón que no se mueve de su sitio, el significado mismo y el entramado de inacabables relaciones que contienen esas cosas y esos nombres; y ante este fenómeno estamos al finalizar “Deja que lleguen las moscas” del poeta Octavio Ignacio Pérez.

En este poemario, Octavio Ignacio tiene el ciego acierto de apegarse a tres columnas fundamentales que sostienen al poeta (y que han sostenido a nuestra especie con el paso de los siglos): su contexto histórico, su dosis necesaria de legítimo sufrimiento y su inacabable hambre por llenar de nuevos significados los símbolos que a diario usamos para comunicarnos. Y con este apego aparenta liberarse de estas mismas tres hileras vertebrales, cosificando la idea nonata de la libertad, ese concepto que a tantos causa confusión y malos entendidos llenando la bolsa de más ruido que de nueces.

Deja que lleguen las moscas… ese mandato a que nadie interrumpa la llegada de la rabia en la más sutil de las formas concebidas; ese reclamo por tanta pureza que, en lo profundo, sólo esconde podredumbre; esas ansias de llenarnos del batir de alas y zumbidos; es un recorrido a pie juntillas por la sólida poética del joven bardo. Lo escribo sin pretensiones: juventud no es por fuerza sinónimo de flaqueza o falta de entereza. Octavio Ignacio se ha armado de lo necesario (¿y quién podrá decir a ciencia cierta que es aquello necesario?) para armar una poética que comparte la fuerza de un manifiesto artístico, es decir: una postura firme del esto es lo que soy, mas reconozco que al final de la oración ya no soy eso sino lo otro; o dicho de otra forma, un fortísimo esqueleto cubierto de carne siempre dispuesta a envejecer y a ir cambiando célula tras célula. Octavio Ignacio es un poeta que sorprende sin llegar, aún, a ser sorprendente, ese epíteto que se alcanza con los años y el trabajo consuetudinario de mezclar agua con barro y hacer con ello la poesía nuestra de cada día. Ésta, su ópera prima en la poesía, su primer libro publicado, delata un amplio conocimiento de nuestra literatura, producto de incontables lecturas y una seriedad propia de quién ha trabajado por el bienestar común sin esperar nada a cambio; y lo que es más importante: delata en él un profundo y sincero amor por la poesía y por sus hermanos desamparados, estas dos facultades le confieren esa cualidad de sorprendernos en la que tanto habré de insistir en estas líneas.

Deja que lleguen las moscas es un libro sobriamente conformado. Reúne tres capítulos delineados con maestría: La mueca de las olas, Caldo de hastío y El canto de los lirios,que brindan al lector la oportunidad de descubrir, verso tras verso, esas tres columnas medulares a las que me refiero más arriba en la interpretación de Octavio Ignacio. He de reconocer ahora que estos tres factores: el contexto histórico propio, el dolor que es manantial de expresiones y el hambre por renovar la lengua con sus usos y costumbres, han estado presentes y lo estarán en cada generación poética de nuestra tierra, desde fundadores como Alfonso Reyes o Ramón López Velarde hasta poetas de hoy como Yaxkin Melchy o Tonatihú Mercado, pasando por Octavio Paz, Efraín Huerta o José Carlos Becerra, sólo por nombrar algunos. Porque los poetas también somos descubridores de la misma vieja ruina por diferentes y cada vez más brillantes senderos.

Sin dotar de mayor importancia a un capítulo sobre otro de este libro, La mueca de las olas, Caldo de hastío y El canto de los lirios nos ofrecen la visión del poeta sobre estas tres cordilleras de su tierra. Octavio Ignacio busca la belleza sabiendo que no la encontrará en la superficie, en lo externo; de allí la importancia de las olas, esas olas que han estado con él desde pequeño y que han sabido seguirlo incluso hasta el desierto. Porque las olas son bellas en su interrumpible lengua y, aunque es cierto que se dan en la superficie, sin las mareas de lo profundo, sin los movimientos indetectables para el minúsculo ojo humano, simplemente no sucederían. Así, la laguna, el desierto, la montaña, el lirio, la mujer y el hikuri, que han estado dentro y alrededor de él por todos estos años, pueblan el poemario con una gracia sin dotes de falso heroísmo. Las cosas por su nombre y en su justa medida, sobre todo si son cosas de su andar a diario, que lo conmueven con un roce que de tan sutil parece imaginario. Octavio Ignacio escribe:

“Habitamos la ciudad

como habitamos el mar del símbolo,

fluimos rumbo al colapso de las olas,

en enormes fachadas de coral:

todo relieve tiene la dermis rasgada

por coladeras y adoquines.

Somos el cautiverio de una fauna que nace

de las entrañas del objeto”.

Luego llega el dolor, como parece hacerlo siempre fuera del cliché de las novelas mexicanas. Para Octavio Ignacio el dolor se da de muchas formas. Como he enunciado: en esta dualidad de la poesía, en este binomio volador por el aire cálido que habita los pantanos, no hay celebración sin pérdida ni logro sin una dosis de fracaso. La siempreviva sabiduría de aprender a construir sobre lo derruido. Ante el inútil intento del ser humano por amaestrar sus ambiciones se presenta el dolor del sufrimiento de tantos, de los mal nombrados menos afortunados (la diosa Fortuna ha caído con los griegos y la suerte literaria derrumbada con las vacas sagradas de Nicanor Parra): está el dolor del desamor, de la inusitada violencia, del hambre, de la indiferencia, de la injusticia; está el dolor heredado, el fingido, el sordo, el infringido a los demás sin darnos cuenta. Escribe:

“El verso enferma y los amigos han migrado a otras ciudades.

Cada dos cuadras hay tres o cuatro desaparecidos

nadie ve las huellas del delito

que caminan rumbo a la nada

las espectaculares bóvedas

sobre la copa de los árboles

los puentes que cruzan el lago

o el esqueleto de los peces

ondear como bandera”.

Canta el músico argentino Pedro Aznar “Déjame entrar al dolor de tu cuerpo, quiero morir mendigando tu pan; déjame estar condenado a tus huesos, nadie me ame ya déjame entrar” en una clara súplica a cambiar las reglas del juego y comenzar a declarar un empate. Cierto: que nadie posea más de lo necesario mientras haya quienes sufran por lo indispensable.  En otros versos nuestro poeta declara:

“(…) doler los pulmones estallados en las salas de espera

las marcas que los amantes dejan a mi robusta corteza

el desprendimiento de la sangre al menstruar

la transición del chipal microchip (…)”

Por último presenciamos a lo largo del poemario la batalla por renovar  los símbolos de la lengua, empleando palabras como dagas del lanzador de cuchillos que llevan siempre implícito el riesgo de clavarse en quien está al frente. Así como Chejov se hubiese muerto de aburrimiento sin el telégrafo de su pueblo con quien intentar reparar lo irreparable, así el poeta no encuentra sentido en nuestro idioma sin aquel que esté dispuesto a embarcarse en un mar de nuevas posibilidades. Nos declara, por ejemplo:

“Apenas folículo nuestro ovocito,

       estaba marcado con número de serie:

        negras barras tatuaron eternamente nuestra médula;

(…)

transición falopoide a nancas de la muerte.

                     Permaneciendo sigilosa

me batí a soma contra seres que habitaban el ducto

       seres que portaban eficaces símbolos

                                       —un eco trisilábico.

(…)

Miro parir la descendencia de tus yesy de tus equis

lavo los trastes en que Javhé vomitó las escrituras

miro el hoyo negro del Iphoneen tus sienes

a los muertos en Auchwitz edificar hornos sobre el cuerpo de la historia

a Robinsón regresar de la isla vuelto titán

para derretir dioses a lo largo de mi espalda, (…)”

Ser poesía y no poetas, nos pide Octavio Ignacio. Olvidados del creador admirar la obra creada: “(…) aborrezco la ingenuidad de los poetas” nos comparte. Habría, entonces, que aborrecer la inocencia de los niños o la brutal agilidad del águila que caza sigilosa. En el poema “Nunca me volveré piedra” el bate nos dice: “(…) seré Poesía / pero nunca Poeta”. No se puede ser marea sin ser mar que la contenga, o semilla que no haya salido de un fruto y que a la larga no produzca sus propios frutos (permíteme que te contradiga, querido Octavio Ignacio: serás poesía pero también serás poeta). Lo leemos:

“Tenía mil años de suicida.

Hace doscientos treinta

escribe mi epitafio:

Poesía

Todo en este mundo es vida y muerte en interminables marcos circulares, siendo la muerte una forma de vida prolongada en grises tonos y recuerdos; y la vida una forma de muerte paso a paso y sin reparos. Todo en la poesía como en la vida se da por pares inseparables y en la obra de Octavio Ignacio encontramos la misma dosis de piedad que de vicio. Por eso dejemos la pulcritud por un momento y permitamos que se acerquen las moscas, las larvas, las olas, los versos…

     Mario Z Puglisi

mariozpuglisi@gmail.com

http://mariozpuglisi.blogspot.com

 

Mario Z Puglisi (Guadalajara, Jalisco, México. 1980), poeta y editor independiente. Fundador y director de la revista cultural Meretrices en México. Ha colaborado en más de veinte revistas en México y Latinoamérica. Su obra ha sido publicada en más de una decena de antologías nacionales e internacionales. Ha participado en encuentros mundiales de poetas en México, Nueva York, Cuba, Ecuador, Puerto Rico y Perú. Es autor de Dos Triunfos y un Poema de Amor (Colectivo Cultural La Cueva, Chapala, México, 2008), El Impulso de Tocarlo Todo (Ediciones El Viaje, Guadalajara, México, 2009), Capítulo Primero: Amanece Luz (El Taller del Poeta, Pontevedra, España, 2011), Selvas Mínimas (Latin Heritage Foundation, Washington, EE.UU., 2012) Corresponsal en México de la revista Red Door New York.


Persiguiendo Náufragos. 

 

“El poema es también una batalla 

incesante con el tiempo”.

Max Rojas

 

Woody Allen solía decir que le preocupaba el futuro porque es el sitio en donde pasaría el resto de su vida. En esta aseveración el tiempo deja de ser tiempo-transcurso y cruza discretamente la frontera que lo separa del espacio físico habitable; es decir, el tiempo se transmuta en espacio. Esta disociación, este cambio de tiempo a espacio o de espacio a tiempo sucede comúnmente en el arte; más específicamente en la poesía. ¿Qué de extraño tiene para el arte que el mañana sea un cuarto aún no alquilado de un hotel?, ¿o que el pasado sea la parte trasera de una granja que colinda con los montes por los que acabamos de pasar? La poesía, entendida como ese basto campo virgen y fértil donde todo lo que se siembra da frutos, incluso aquellas siembras que existen sólo en la imaginación, renueva, reproduce y reformula todos los escenarios que la física formal ha dado por sentados. Porque las leyes de su comportamiento también están sujetas a las palabras (o a la esencia de éstas). De tal forma que un cuerpo puede dejar de ser un cuerpo y tornarse en un instante temporal. Esa es la magia a la que quería llegar.

Hace algunos meses leí “Prosecución de los Naufragios”, libro del poeta mexicano Max Rojas que forma parte de una serie de poemarios que reúnen un solo poema de larguísimo aliento titulado “Cuerpos”; en él pude confirmar que, efectivamente, tiempo y espacio no son dos líneas paralelas que se aceleran a la misma velocidad sino que juegan a disfrazarse uno del otro a cada instante.  Max Rojas declara en este libro: el cuerpo de los cuerpos que sea como lo bello de toda la belleza junta, / aunque el tiempo la destroce al poco tiempo en una clara tarde / o una noche oscura / todo es tiempo que no acaba de saciarse devorando espacio, / devorando tiempo, / desflamando a cuerpos. 

Max Rojas, nacido en la ciudad de México en 1940, representa una especie de poetas en peligro de extinción: la que no anda, desesperadamente, tras los reflectores y la farándula literaria. En la década de los ochentas publicó dos trabajos (“El turno del aullante” y “Ser la sombra”) que lo hicieron convertirse en una de las figuras más importantes de la periferia de la poesía oficial mexicana, es decir: un autor de culto. El Turno del Aullante, poema largo dividido en diez episodios y con influencias de la generación beat norteamericana, la contracultura mexicana y la universalidad de Whitman, llego a ser uno de los poemas más leídos, fotocopiados, distribuidos y memorizados durante la segunda mitad de los 80´s en la capital de México; inicia diciendo: lo furioso, lo verdaderamente animal / que me sostiene, lo que me guarda en pie / con el rencor crecido, esto como de hueso / como de dientes que se muerden / después de haber mascado el polvo, / esto de sangre, esto de grito ahorcado / como un aullido en la garganta, / esto como un muro, como un sollozo / largo de noche sin hogueras, lo animal / lo verdaderamente huraño que me duele en los ojos; y termina: Briagados ya, y a tarascazos dando fondo, vidriaremos por ahí a ver en que mugre velorio / nos aceptan: / resurreccir como que está bastante del carajo / y este pinche camión de Tizapán que ya no pasa, / como que nada más hasta un barranco hubo llegado. 

No obstante la enorme reputación que estos dos libros le valieron, Max Rojas mantuvo un silencio editorial por casi 30 años, sin apariciones, sin lecturas públicas, sin publicaciones de poemas de ninguna índole pero que, en palabras del propio poeta, fueron tres décadas de seguir leyendo y escribiendo justamente lo necesario. En una entrevista que le realizaron con motivo del lanzamiento de su más reciente proyecto “Cuerpos”, Max Rojas declaró no ser un buen poeta simple y sencillamente porque no sabe qué carajos hacen los buenos poetas. Pero lo es; es un buen poeta, y esto lo digo tras la lectura de Prosecución de los Naufragios.

Hace algunos años el poeta se embarcó en un proyecto monumental, la creación de un poema titulado Cuerpos que es conformado por siete volúmenes que reúnen los 24 libros que Rojas ha escrito hasta hoy del mismo poema que supera ya los diez mil versos. Hasta hoy se han publicado cuatro volúmenes de Cuerpos: Memoria de los Cuerpos: Cuerpos Uno (con el que el poeta se hizo acreedor al premio Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer 2009), Sobre Cuerpos y Esferas: Cuerpos Dos, El Suicida y los péndulos: Cuerpos Tres y Prosecución de los Naufragios: Cuerpos Cuatro, todos publicados por editoriales independientes, jóvenes, ajenas a los monstruosos eslabones de la gran industria editorial predominante. Quedan otros tres libros por publicar, más los que se sumen a los 73 años del poeta. Iván Cruz Osorio dice de Max Rojas que quizá el poeta sea más joven que el poeta más joven de nuestra generación. Estoy de acuerdo con él.

Prosecución de los Naufragios es un libro sumamente complejo. Leído desde el entendido que el poema es sólo una parte decimal de un poema mayor el libro juega con la multiplicidad de los cientos de temas que se pueden hilar siempre que se tenga noción del ritmo (y que se sepa utilizar). Lo primero que me saltó a la vista, y con lo que abro este artículo, es que en el poema tiempo y espacio son temas centrales que parecen contenerse uno dentro del otro como en una matrushka rusa de piezas infinitas. Max Rojas parece perseguir naufragios a lo largo de una costa demasiado larga pero que se encuentra siempre unida por la cadencia que provoca la ausencia de elementos interruptores de un discurso que, coherente sin lugar a dudas, se alarga por 130 páginas. …todos hablan, pero nadie dice nada que contenga asuntos de importancia / y giran porque girar no afecta el paso de los barcos / por las líneas negras que permiten que los náufragos mantengan / el equilibrio suficiente para no morir del todo (…), delata Rojas en una postura que no sólo no cambia con el paso del tiempo sino que aprende a expresarse con acuerdos aún más afinados. El poeta recorre, como pelota de pinball, todos los rincones de su propia caja metálica. Me da la impresión de que si algo perdimos en nuestra vida: el boleto del tren, la llanta del triciclo, la pluma fuente, el mismísimo baúl que aún guarda las fotos de los amores ya idos, las llaves de la casa; cualquiera de estas cosas pueden ser encontradas en este libro.

Sin embargo, aunque el poeta va de un lado para otro sin soltar jamás la cuerda, el centro sigue siendo el cuerpo; el cuerpo y todas sus dinámicas. Como cuerpos o heladeras algo cálidas que descienden sobre el frío —nos dice Max Rojas— / y lo humanizan hasta hervirlo y convertirlo en cuerpo tibio, / mujer remotamente funeral o hueso que arde y quema a los sobrantes huesos / que no encuentran el modo de soldarse a esqueletos… Sobre la fe nos aclara: se quedó parado en una esquina esperando que alguien pasara / a recogerlo, pero nadie lo hizo y queda como muestra de que los sueños / sólo son perversas pesadillas que demuestran que la fe es una inútil / vestimenta que no sirve para nada… Detenerse es sólo otra forma de seguirse moviendo pues no hay pausa absoluta. En el uprising de lo supuestamente inamovible Max Rojas organiza los versos, algunas veces como se organiza un ejército: con disciplina y rigor continuo; otras más como personajes de un circo en el que los educados animales “agradecen la ovación y los aplausos, / y se disculpan por los errores cometidos en su larga vida…”

Max Rojas ha emprendido la construcción de un inmenso rompecabezas que nos hereda para armarlo verso tras verso, que él mismo acusa de quizá no poder reintegrarse a su forma original y quedar por siempre roto; pero el anzuelo ya está allí, pase lo que pase, ya está allí. Y reconoce que todo llega a su fin, en un verso declara: unas palabras de consuelo o un dictamen acerca del estado / lamentable en que los muertos llegan a su muerte… Prosecución de los naufragios representa un naufragio en sí, el más bondadoso de todos, el que en vez de llevar a la pérdida lleva al encuentro, el que permite que tiempo y espacio trasmuten entre sí, y en este juego de dobles caras, que conviva todo cuanto se encuentre entre estas dos charolas de la balanza que equilibra el escenario: su verdadera dimensión inmensa, / casi eterna para que el tiempo sepa que no podrá alcanzarla nunca / y que siempre irá un tanto atrás de lo veloz que lo infinito tiene para voltear / y morderse las espaldas. 

Prosecución de los naufragios: poema interminable y al mismo tiempo manual para náufragos sin salvación.

 

Mario Z Puglisi

mariozpuglisi@gmail.com

http://mariozpuglisi.blogspot.com

 

Mario Z Puglisi (Guadalajara, Jalisco, México. 1980), poeta y editor independiente. Fundador y director de la revista cultural Meretrices en México. Ha colaborado en más de veinte revistas en México y Latinoamérica. Su obra ha sido publicada en más de una decena de antologías nacionales e internacionales. Ha participado en encuentros mundiales de poetas en México, Nueva York, Cuba, Ecuador, Puerto Rico y Perú. Es autor de Dos Triunfos y un Poema de Amor (Colectivo Cultural La Cueva, Chapala, México, 2008), El Impulso de Tocarlo Todo (Ediciones El Viaje, Guadalajara, México, 2009), Capítulo Primero: Amanece Luz (El Taller del Poeta, Pontevedra, España, 2011), Selvas Mínimas (Latin Heritage Foundation, Washington, EE.UU., 2012) Corresponsal en México de la revista Red Door New York.

_____________________________________________

Elogio a la decadencia.

Prólogo al libro “La Carpeta Negra”

de Arturo García.

 

Faltaban 10 minutos para las siete de la mañana cuando se apareció en la puerta de mi casa aquel día que se grabaría con fuerza en nuestros recuerdos. Venía acompañado de una botella de vodka, un pequeño galón de jugo de naranjas artificiales y unas ansias que en aquellos días no me lograba explicar por completo (con el paso del tiempo, lo admito, fui armando el rompecabezas de su vida y su obra que me permitió entender mejor a ese escritor atormentado con el que siempre tenía algunas cosas importantes de qué hablar). En ese tiempo beber antes del primer alimento del día, sino era una costumbre, por lo menos ya no significaba una sorpresa para ninguno de los dos. Lo recibí en la sala de mi casa. Hablamos por horas de literatura, de poesía, de casi todo; la vida era un tópico del que teníamos la capacidad de relatar y experimentar al mismo tiempo. El suceder nos sucedía. Nada menos para quienes buscábamos obtener la mínima dosis de magia de cada día transcurrido.  Para entonces ya nos unía el amor por las letras, un amor que hoy no se debilita y que tiende lazos que no se borrarán jamás. Éramos dos escritores ribereños con una maleta llena de ilusiones escondida en el corazón. “En unos años escribiré un libro sobre Juan Rulfo” me dijo, “un libro sobre mis impresiones y sentires de su obra, de todo lo que le he aprendido”. Yo sabía que si había alguien que pudiera escribir sobre Rulfo con total confianza era él; él que había logrado domar las bestias salvajes del mundo rulfiano, él que se había bebido todo lo escrito por y sobre el autor jalisciense, él que había comprendido ese lenguaje y lo podía reinterpretar con cierto grado de maestría; y que, tiempo más tarde, llegaría a sitios que yo no sospechaba aún. Le creí y sigo esperando el momento de ese libro. Terminamos la botella de vodka antes del mediodía. Cuando lo acompañé a la puerta pues decía que un trabajo lo esperaba le comenté: “nos vemos en unos días para planear lo que haremos”. Él abrió con toda calma la puerta de aquella camioneta a diesel, pareció pensar un segundo, volteó a verme y dijo: “planear no que no somos aviones: planificar, Mario, planificar”. Yo reí. A Arturo García le podía permitir esas travesuras del lenguaje; las licencias del habla se hacen efectivas en quien usa al habla misma para firmar un compromiso interminable. No había discusión. Silenciosamente sabíamos que para toda la vida estaríamos de acuerdo en que no alcanzaríamos a estar de acuerdo en tantisísimas cosas; pero por una sí peleábamos del mismo bando con entrega y sin dudar: por la literatura como una expresión de la vida. Y nada más.

Arturo García es en mi opinión el mejor narrador que ha dado hasta hoy nuestro pequeño pedazo de tierra. A lo largo de estos años lo he visto dominar cualquier cantidad de recursos narrativos con aquella soltura que a veces no hace más que levantar envidias. Me he sorprendido con sus cuentos, me he asombrado con los bruscos cambios de fondo y forma que ha logrado en su carrera literaria pues ha pisado casi todos los terrenos como quien pisa tierra prometida, de aquí para allá, del polvo al cemento, de la fuerza a la agonía, de la felicidad a la tristeza; y ha salido de todos esos campos sin deber alquiler. Para muestra basta este botón en prenda. La Carpeta Negra es, entre otras cosas, un libro de cuentos dedicado al lado negro del hombre.

No pretendo que estas líneas sean la apología del autor. Francamente, realizar un prólogo a la obra de un gran amigo representa un conflicto las más de las veces. Se está a un paso del abismo de no poseer un enfoque sin penumbras, se corre el riesgo de no tomar la suficiente distancia entre el autor y su obra; necesaria para un juicio íntegro. Pero seamos honestos: el buen escritor jamás se aleja del todo de lo que construye. En La Carpeta Negra, esto lo revelo sin ningún temor, Arturo García se esconde tras cada oración, tras cada acción y cada diálogo. En realidad es SU tributo a una etapa dura de su vida, que lo marcó para siempre y que, con toda la entereza del narrador comprometido que lo caracteriza, no sólo no se atreve a negar sino que toma todo lo vivido y lo hace barro con el que forma, adusto, cada uno de los cuentos que conforman este libro. Arturo García juega a las escondidas con La Carpeta Negra, nos desvela recovecos de su naturaleza, nos habla en decenas de voces, personajes y situaciones su encuentro con los vicios del hombre, con la parte inherente que condena nuestra estancia en esta tierra.

Trece relatos reúnen La Carpeta Negra. Arturo parece pintarnos un solo mundo que va fragmentado en distintas escenas; sin embargo, el leitmotiv es claro: las armas, el alcohol, la prostitución y las drogas, todas ellas embajadoras, triste pero cierto, del hecho de que estamos sujetos a la decadencia cada hora del día. Nos dice que el mundo no es un baño en pétalos de rosas. Afirma, y con toda certeza, que también la perdición, la ausencia y el camino cuesta abajo esconden una ínfima semilla de evolución y crecimiento. Los juicios son claros pero hay que saber leer entre líneas. El autor, con gran dominio de la técnica, echa mano sobre valiosísimos recursos narrativos para llegar a su objetivo. Es capaz, por ejemplo, de en un solo párrafo ir de la descripción de los espacios físicos a la descripción de las emociones subjetivas del personaje, como en una suerte de interiorización narrativa que parte del paisaje, para poder justificar la tristeza. Es decir, todo está al servicio de nuestro lado perdido. Los demonios que nos habitan también adquieren forma física. Muchas veces, y esto nos lo deja en claro a lo largo de La Carpeta Negra, necesitamos perdernos para podernos encontrar. Una impronta que le reconozco y admiro.

Shcelling atribuía a la existencia humana una tristeza fundamental e ineludible, una especie de oscuro cimiento necesario para el desarrollo de la conciencia y el conocimiento. Desde luego no todo es luz en los campos de siembra, también se ciñen sombras prudentes para el crecimiento de la raíz. Bruno Piché decía al respecto que quizá, paradójicamente, para Schelling este oscuro y primigenio fundamento, es decir, la tristeza, contiene en sí mismo el germen de la creatividad. Arturo García rescata manantiales de creatividad a partir de páramos tristes y desiertos. El prontuario de este libro es claro: recorremos una cantina que asemeja un mundo aparte, un mundo de apetitos y autodestrucciones donde todo colapsa bajo el peso de una gran lupa que desproporciona las cosas y por su pesadez aplasta; apreciamos en un tono dulce la polaridad de la familia a través de un padre y su hija, sujetos ambos a un fin que da inicio, y mientras uno busca el escape último del desacato de la vida la otra encuentra un símbolo de esperanza en la noche oscura; conocemos un Santa Claus humanizado por la rabia de las urbes, de la realidad que no admite prórrogas, del lastre de la culpa que para Arturo García es una perra sin ojos; un acto de venganza se cruza ante nosotros, un hombre que no ha encontrado justicia llega a la conclusión de que si nadie es culpable entonces, también, nadie es inocente; presenciamos a un hombre atrapado en un oficio que en realidad no es sino una lenta espiral hacia el infierno; somos testigos de un encuentro amoroso del más sutil andamiaje llevado a cabo bajo la vigía de un rincón de la tierra en el que nada queda ya por ser salvado; nos adentramos en la compleja psicología de una niña que es artífice de lo insólito y a su madre que tendrá que enfrentarse a los demonios compartidos de una vida de descuidos; vemos cómo un espejo también es un sustituto del tiempo y dentro de él, de su reflejo, logramos notar las marcas que la vida en nuestra alma y nuestro cuerpo ha hecho; asistimos a una tarde brava, de toreo, en la que una extraña justicia se ejecuta y se diluyen los límites entre víctima y victimario; reconocemos el hambre carnal que rebasa todas las fronteras en el relato de un hombre y una puta eternamente insatisfechos; a través de un narrador sin forma conocemos el diálogo imposible entre una madre y su pequeño hijo, un tierno hilo cortado por la flecha de unas circunstancias alejadas; por último, en el cuento La Resaca somos nosotros quienes sufrimos las consecuencias de nuestras disipaciones y desidias. En fin, haremos un recorrido guiado por el lado maldito del mundo y por la zona incomprensiva del alma, un alma que, para nuestro autor, tiene ojos que lo ven todo, incluso aquello que no debería ser mencionado.

Quienes conocemos a Arturo imaginamos la gota de sangre y sudor que tuvo que derramar para escribir este libro. Enfrentarnos a nuestro pasado nunca es fácil; y más cuando ese pasado nos despierta algunas noches a mitad del sueño queriendo olvidar, algo que sabemos quizá nunca sucederá. Algo, sin embargo, me queda claro: a los escritores, una vez abandonados los capítulos negros y exorcizados los demonios no nos resta más que escribir. Y Arturo García lo hace aquí con una calidad y calidez insuperables. Lo imaginado y lo realizado se conjugan de tal modo que producen un haz de luz a partir de la oscuridad. Y entonces una calma distinta nos embarga; como el mismo Arturo García escribe, nos arrullamos en la nostalgia de un silencio añorado (el silencio de su tierra añorada, de su querida laguna de Chapala, lo sé).

Nadie se salva por completo, es cierto, siempre podremos recaer pues vivir es montar un péndulo. Lo importante es lo que se pueda construir, lo que se pueda donar a la posteridad con lo sufrido; superar no es dejar atrás: es transformar.

Que sea esta, pues, la celebración de la tristeza, el canto de lo absurdo, la oda a lo inacabado, el elogio a la decadencia. La Carpeta Negra y otros cuentos… es eso y mucho más. Sólo falta, como en la vida misma, saber leer entre líneas y enfrentarse a la verdad con sinceridad. No hay más. Punto.

El libro se puede adquirir en Amazon, a través de la siguiente liga http://www.amazon.com/carpeta-negra-cuentos-Spanish-Edition/dp/1479214477

     Mario Z Puglisi

mariozpuglisi@gmail.com

http://mariozpuglisi.blogspot.com

Mario Z Puglisi (Guadalajara, Jalisco, México. 1980), poeta y editor independiente. Fundador y director de la revista cultural Meretrices en México. Ha colaborado en más de veinte revistas en México y Latinoamérica. Su obra ha sido publicada en una decena de antologías. Ha participado en encuentros internacionales de poetas en México, Nueva York, Cuba, Ecuador, Puerto Rico y Perú. Es autor de Dos Triunfos y un Poema de Amor (Colectivo Cultural La Cueva, Chapala, México, 2008), El Impulso de Tocarlo Todo (Ediciones El Viaje, Guadalajara, México, 2009), Capítulo Primero: Amanece Luz (El Taller del Poeta, Pontevedra, España, 2011), Selvas Mínimas (Latin Heritage Foundation, Washington, EE.UU., 2012)

Cartas al silencio.

“Claris:

Estas pláticas que yo tengo con mi conciencia son a veces muy largas,

duran días enteros; por eso no resulta que me ponga a contártelas

en esta pobre carta. De verdad, cuídate mucho, come y duerme bien y sueña

con los angelitos y no en esta cosa maligna que soy yo.

Pero no me olvides.

Y que siempre seas igual, chachinita adorada.

Juan”

Aire de las Colinas, Cartas a Clara.

Carta de Juan Rulfo a Clara Aparicio.

El tiempo pasa y nada hay que podamos hacer para detenerlo. Esta es una verdad que nos rebasa por sobre todas las cosas. Con el paso del tiempo llegan siempre cambios a los que, quizá paulatinamente pero sin dudar, debemos irnos acostumbrando muchas veces en contra del pesar que pueda provocarnos. Nada hay que lamentar. En esta carrera, en este avanzar hacia una tecnificación innegable que a muchos aún nos resulta ajena hay cosas que en el camino se van perdiendo. Siempre he creído, y lo declaro abiertamente, que el libro impreso irá perdiendo poco a poco su preponderancia frente al libro electrónico, todo indica que hacia allá nos dirigimos. Esto no me place para nada, como escritor aún albergo ese romanticismo de lo táctil, de la explosión de los sentidos que siempre surge de tener un libro entre las manos, de seguir escribiendo con tinta, carbón o granito sobre la hoja de papel, máxima representación para nosotros de imprimir sobre la naturaleza eso que sentimos o pensamos. El libro, ya nuevo con su olor a tinta fresca y su pureza esperanzadora o ya viejo con sus marcas de guerra y sus anotaciones como breves lapsus temporales retenidos en la pulpa que polvo fue e indudablemente en polvo se convertirá, guarda aún la seriedad de los papiros y la entereza de lo físico en un mundo que cada día se va volcando más hacia lo virtual. Sucede que siempre he creído en el libro, ciegamente, sin vacilar un instante, y con ello reconozco que la esencia del libro está en su contenido y su capacidad de hacernos crecer, de procurarnos mejores en la medida que sepamos asimilar lo que nos proporciona; no en el formato en que se presente. Dicho de otro modo: lo más importante del libro es el mensaje no el mensajero, de allí que juzgar a alguno por su portada es sinónimo de ingenuidad. Aunque me duela decirlo, el vehículo contenedor del libro ha cambiado y lo seguirá haciendo (el caso a recordar es el mencionado papiro, formato hace ya siglos descontinuado para textualizar el cuerpo del pensamiento humano). Siempre que se conserve lo más importante del libro que es su contenido los formatos en que éste se presente, aceptémoslo o no, se irán modificando.

Más nos vale ser realistas: el mundo electrónico gana a cada instante un terreno imposible de negar. Triste pero cierto. El internet es hoy la herramienta más importante en la gran mayoría de la población en edad académica y laboral. La generación de los menores a los 12 años de vida maneja ya la computadora y la red global con una pericia y familiaridad asombrosas. Algunos alumnos en secundaria jamás han abierto un diccionario o una enciclopedia física: acuden a los motores de búsqueda del internet; es decir: llegan al mismo destino por diferentes rutas (hay incluso maestros que –lo digo cierta vergüenza porque en esto sí hay más pérdida que evolución– aceptan ya impresiones de Wikipedia como trabajos serios de investigación). Mientras nosotros jugábamos de niños a escondernos y buscarnos, a hacer girar un cono de madera, a saltar sobre rayas de tiza en el suelo o a intentar acertar un cilindro en un pequeño palo atados por un hilo hoy los niños invierten su tiempo frente al monitor. Pero, ojo, no se alejan de la realidad sino que construyen de formas caprichosas una nueva manera de percibirla. La frase “el futuro es hoy” adquiere su justa dimensión… precisamente hoy.

La literatura también se reforma, en el sentido más estricto de la palabra, el de encontrar nuevas formas. Los medios masivos de comunicación, las redes sociales y las tecnologías renovadoras, entre otras cosas, hacen que la literatura se adapte aunque lamentablemente en ese tránsito algo termine por perderse. Pero su adaptación, esa capacidad casi de animal herido que siempre termina por sobrevivir, es un fenómeno no sólo natural sino admirable que comprueba nuestra naturaleza cambiante y adelanta nuestro porvenir.

Un género que está hoy casi extinto y que todo parece indicar que en las próximas décadas desaparecerá por completo es el epistolar. La gente ya no manda cartas, se escribe correos electrónicos o mensajes por redes sociales; esa es la realidad. Una nota en el diario Voz de América declara que la poca demanda de servicios postales podría llevar al cierre de más de mil oficinas postales en los Estados Unidos tan sólo en este año 2012.  Esos hermosos libros, esos inmensos tomos que recopilan las cartas que algunos de los más grandes escritores enviaron en vida y que evidenciaban la parte más humana de los autores, la cotidiana y terrenal, poco a poco desaparecerán. Naturalmente, aunado al hecho de que ya nadie o casi nadie utiliza las cartas tradicionales (frente al poder y rapidez de los medios virtuales) están las circunstancias de que no se puede revisar el correo electrónico de las personas muertas porque eso atenta contra todas las políticas de privacidad del internet y el de que la caligrafía servía para autentificar la legitimidad y autoría de quien las escribía, además de que mucho se pierde en la red a lo largo de los años. En esta pérdida algo sustancial se irá: la parte más humana de escritores y poetas, la parte más visceral, la más medular.

En una visita que realicé a la cabaña en donde pasó sus últimos días Juan José Arreola al sur de Jalisco y en donde hoy existe un museo de sitio, encontré misivas escritas de puño y letra de autores como Octavio Paz o Julio Cortázar, entre muchas otras. En ellas se leía del respeto, cariño y admiración que esos escritores sentían por el maestro Arreola.

En los cientos de libros que recuperan y recopilan las cartas enviadas por los escritores late aún el alma que habitaba tras el oficio; éstos conservan el lenguaje artístico y la sensibilidad en textos de corte ordinario, para comunicar lo sentido y vivido, para transmitir el paso del día a día, para mantenerse, pues, en contacto. Algunos episodios epistolares de la historia de la literatura son francamente maravillosos, documentos imprescindibles para conocer el pensamiento artístico, político y social de algunos puntos en la línea del tiempo. Y si hay algo que llama mi atención, son las cartas enviadas y motivadas por el amor.

En Dickens Enamorado publicado en España por el sello Fórcola encontramos la correspondencia que Charles Dickens mandó a su primer amor, María Beadnell. Estas cartas son la encarnación viva del amor de juventud del escritor británico, un amor ignorado por poco más de un siglo para los biógrafos de Dickens. Siete años antes de morir el poeta Paul Valery vivió el amor más intenso de sus, para entonces 67 años de vida; amor que incluso, algunos aseguran, llegó a matarlo de tristeza. El objeto de ese amor, la novelista Jeanne Loviton, 32 años menor que el poeta, recibió en el transcurso de los siete años de su relación decenas de misivas en las que Valery le dedicaba poemas de amor. Cuando ella lo abandonó para casarse con otra persona Valery sobrevivió dos meses más, después murió de un infarto al corazón. De esas cartas se rescataron poco más de 150 poemas que revelan un Paul Valery amoroso y sensible, contrario a la visión del poeta puro, intelectual y mesurado que se tenía de él. Los poemas y algunos fragmentos de sus cartas se encuentran en el libro Corona & Coronilla, editado por Hiperión. La exuberante actriz norteamericana Brenda Venus relata que en un libro que adquirió del novelista neoyorquino Henry Miller encontró una carta de éste dirigida a una mujer. Era tanta la admiración de Venus que le escribió a Miller mandándole unas fotos suyas; él quedó prendado de su belleza y desde ese día hasta su muerte Henry Miller le escribiría cerca de 1500 cartas donde le declara un amor en contrapunto con el universo obsceno de “Trópico de Cáncer”, su obra maestra. El libro Dear, dear Brenda da cuenta de ello presentando las misivas que ambos se mandaron. Khalil Gibrán le escribió cartas de amor a su querida Mary Haskell durante casi toda su vida adulta. A pesar de haber sido esa una relación entre luz y neblina las misivas hablan de un amor entregado y lúcido: “Cuando dos personas se encuentran –declara Gibrán­–, deben ser como dos lirios acuáticos que se abren de lado a lado, cada una mostrando su corazón dorado, y reflejando el lago, las nubes y los cielos. No logro entender porqué un encuentro genera siempre lo contrario de esto: corazones cerrados y temor a los sufrimientos. Lo atestigua el libro “Querido Profeta, Cartas de Khalil Gibrán a Mary Haskell”. Dos años antes de casarse Octavio Paz y Elena Garro, el poeta mexicano le envió unas veinte cartas en las que le declara su amor y su admiración; y la incita a ir en contra de la familia Garro y vivir su amor en plenitud. En esos documentos Paz adelanta la semilla de algunos de los que llegarían a ser versos de sus poemas más conocidos. “Un hombre ama a una mujer y la besa: de ese beso nace el mundo”, escribió Octavio Paz en una de las cartas; años después, en Piedra de Sol sentencia “El mundo nace cuando dos se besan”. Pedro Salinas, el poeta español vivió una relación a escondidas con su estudiante Katherine Whitmore hasta que la esposa del poeta descubrió el romance e intentó suicidarse. En el tiempo que duró la relación Salinas le escribió más de trescientas cartas a la joven estadounidense, ella, con el tiempo se supo, fue la fuente de inspiración de sus obras  La voz a ti debida, Razón de amor y Largo lamento. En una de esas cartas Salinas le habla de la importancia de ese pequeño trozo de papel que entre los dos se enviaban: “Sólo el peso de tu carta en el bolsillo me servía de prenda, de prueba. Vivía yo en ese rectángulo de papel. Era el lugar más cierto del mundo. Y antes de poder abrirla, así, cerrada y en el bolsillo, tu carta era el puente con la vida, el sí que me daba la vida a la pregunta atormentada: «¿Soy? ¿Es? ¿Somos?». Sí, sí, sí. Todo, sí. Todo, sí, oye, todo sí. Y luego en mi cuarto la leí. La he leído. La leeré. ¡Cuántas delicias! Primero la delicia de ir aprendiendo tu escritura, tu letra, de tropezar en una palabra y descifrarla, por fin. ¡Tu escritura, un modo más de ti, una manera más de vivir tú!”. Encontramos esos documentos en el libro “Cartas a Katherine Whitmore” editado por Tusquets en el 2002.

Las cartas manuscritas, en fin, irán cediendo terreno a los medios electrónicos. Aunque insisto en que debemos ser realistas y aceptar la evolución sé que las extrañaremos. Pero no hay más de donde libar, el ser humano cambia, y para aquellos que duden y de forma romántica se aferren a la permanencia basta con voltear la vista hacia la historia. Nada hay que lamentar.

Mario Z Puglisi

mariozpuglisi@gmail.com

http://mariozpuglisi.blogspot.com

Mario Z Puglisi (Guadalajara, Jalisco, México. 1980), poeta y editor independiente. Fundador y director de la revista cultural Meretrices en México. Ha colaborado en más de veinte revistas en México y Latinoamérica. Su obra ha sido publicada en una decena de antologías. Ha participado en encuentros internacionales de poetas en México, Puerto Rico y Perú. Es autor de Dos Triunfos y un Poema de Amor (Colectivo Cultural La Cueva, 2008), El Impulso de Tocarlo Todo (Ediciones El Viaje, 2009) y Capítulo Primero: Amanece Luz (El Taller del Poeta, 2011).

Mapas para combatir la ansiedad

3 Responses

Leave a Reply

This site uses Akismet to reduce spam. Learn how your comment data is processed.